Espacios dónde jugar

¿Qué los convierte en espacios “jugados” y qué lo impide?

Durante estos últimos meses he tenido la oportunidad de dedicar una parte de mi tiempo a observar criaturas jugando en espacios de juego al exterior. Espacios organizados por personas profesionales con el fin de brindar juego a los niños y niñas. 

Como muchos sabéis, desde hace un par de años, me han otorgado el título de “abuela”. Un título al que llegas sin formación específica y en el que aprendes “haciendo”. Como el de “mamá” o “papá”. O sea, un claro ejemplo de “learning by doing” o más bien, en el caso sobre el que hoy os propongo reflexionar, estaríamos hablando de “learning by playing”.

Mis nietas son dos, y tienen 18 y 28 meses. Me centro pues en esos primeros años tan vitales y fundamentales en el desarrollo infantil. Como abuela, y de la mano de mis nietas, puedo meterme en muchos lugares como ludotecas, zonas de juego, parques infantiles, escuelas nido… sin tener que dar demasiadas explicaciones, ni presentarme, y allí simplemente estar, observar, jugar y percibir con los cinco sentidos.

Explorando esos espacios, he podido vivir en primera persona y como usuaria, la importancia del clima que se crea en el espacio de juego y cómo ese clima va a favorecer o perjudicar que el juego se dé y se dé con calidad. Esta vivencia  me ha proporcionado las reflexiones que quiero compartir aquí.

Cuando hablo de clima, me refiero sobre todo a las normas explícitas o implícitas que rodean los espacios de juego organizados. Doy por supuesto que la selección de juegos y juguetes, e incluso su concreta disposición en el espacio, cumple con todos los requisitos de calidad, diversidad, versatilidad, creatividad y amplitud. Por tanto, me centraré, como os decía, en esas normas que rigen el funcionamiento del espacio. Unas normas que, por otra parte, en estos momentos de pandemia, se han visto incrementadas e interpretadas según distintas sensibilidades y, yo diría, “marcos mentales”.

Os pongo un ejemplo. Imaginad dos espacios al aire libre con una buena propuesta en cantidad y calidad de juegos de todo tipo.

En uno de ellos, niños y niñas se mueven libremente por todo el espacio durante el tiempo que deseen, mientras no haya personas esperando y, en todo caso, con un mínimo de sesenta minutos de tiempo. No son más de doce. 

En el otro, dividen el espacio en dos, A y B, de manera que en uno juegan seis criaturas y en el otro espacio otras seis. Los dos espacios reproducen los mismos tipos de juego, de manera que son muy parecidos y, para separarlos, se ha utilizado un par de vallas y cinta de colores. El tiempo de juego permitido es de treinta minutos, tanto si hay otras familias esperando como si no.

En el primer espacio el juego fluye y, como por arte de magia, las criaturas se autorregulan. Aparecen los típicos conflictos cuando varias de ellas necesitan “con urgencia” el mismo objeto o sienten la impetuosa necesidad de derrumbar la torre que otra ha construido. Estas negociaciones, sin duda, forman parte del interés educativo del juego y son no solo inevitables sino gozosas, aunque en algunos momentos, sobre todo a las familias, nos incomoden o pongan a prueba nuestra paciencia. La mayoría agotan su tiempo y, si nadie espera, piden continuar jugando. Las que deben marchar, después de una explicación de sus familias, acceden a recoger para volver otro día. Han vivido una experiencia saludable, positiva y enriquecedora de juego libre.

En el segundo espacio, además de los conflictos propios del juego aparecen otros inevitables aunque absolutamente prescindibles, y es que continuamente las criaturas del espacio A quieren ir al espacio B porque han visto u oído algo interesante, porque una valla y una cinta representan para ellas otro juego más o porque todavía no tienen noción del espacio permitido o prohibido. Simplemente ven cosas interesantes y su curiosidad (¡maravillosa curiosidad!) las lleva hasta allí.

En este segundo espacio, el tiempo de juego se agotó en peleas continuas (más o menos bien llevadas) entre mamás y criaturas para conseguir impedirles el paso de un espacio al otro, lo cual acabó por convertirse en juego, para desesperación de las familias y de las personas que supervisaban el espacio y la actividad, que no se lo tomaron como un juego. Lloros, enfados, explicaciones pacientes, menos pacientes, incluso amenazas (“si vuelves a cruzar, nos iremos”), criaturas con cara de no entender nada y familias de mal humor. Si a esto le sumamos que a los treinta minutos debían recoger y marcharse, justo cuando empezaban a centrar su juego, la experiencia se convierte en algo para no repetir. Más lloros, más nervios, más mal humor. Una oportunidad de juego perdida en un espacio pensado para alimentar el juego. Sin duda, un sinsentido.

Cuando una norma en un espacio de juego provoca conflictos estériles, debemos preguntarnos qué aporta y a quién aporta algo. A menudo, decisiones que tomamos en función de un objetivo (en este caso, disminuir el riesgo y asegurar un flujo de aforo conveniente), cuando las llevamos a cabo debemos valorar si realmente están cumpliendo con el objetivo y cuáles son los impactos no deseados que provoca. Es decir, si lo que ganamos compensa lo que perdemos. En este caso creo que no. 

También debemos preguntarnos a quién beneficia esa “norma”: ¿Al juego de las criaturas? ¿A facilitar la organización o comodidad de las profesionales*? ¿A la organización o comodidad de las familias?

Estar pendientes de cómo influyen nuestras decisiones en la calidad del juego de las criaturas, ser críticas* y evaluarlas constantemente se hace imprescindible si ponemos en el centro a los niños y niñas y sus necesidades lúdicas. A menudo, las personas profesionales actuamos como supervisores y evaluamos a las criaturas: si han jugado mucho o poco, con quién han jugado, a qué han jugado, si han provocado conflictos, cómo los han solucionado… (¿Juzgamos?) Pero pocas veces evaluamos cómo hemos organizado (nosotras*) el espacio, qué clima hemos sabido crear, cómo hemos abordado sus conflictos, cuánta confianza hemos sido capaces de generar, qué deberíamos estar mejorando, etc. Y esas observaciones y evaluaciones, ¡las nuestras!, son imprescindibles si queremos ser realmente facilitadoras* de juego, ya que, de otra forma, nos convertiremos, queramos o no, en simples supervisoras*.

Los niños y las niñas necesitan juegos, juguetes y espacios estéticamente estimuladores, pero no solo, porque estos pierden su sentido y su oportunidad si no se les permite actuar con libertad. Y para ello, conocer y respetar las lógicas del juego y las necesidades de las criaturas se hace imprescindible. No olvidemos que la Declaración de Derechos de la infancia nos habla de que ante un conflicto de intereses siempre prevalece el derecho de las niñas y los niños.

¡Feliz juego!

(*) ¡Ah! Se me olvidaba. Os habrá sorprendido el uso del femenino, como si no pudiera haber hombres profesionales o lectores de este blog. Es claramente una declaración de principios que expliqué en el primer post de este año 2021. Me he propuesto escribir dirigiéndome a personas, da igual su género o si se identifican con el binarismo o no. Vamos a ver si lo consigo…

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